Parte inferior de una pierna de mujer con un zapato rojo

Crónica sobre la estructura de una novela. A propósito de El sastre de las sombras

Carlos Bermeo
La Mandrágora
Junio 11, 2013

“Voy a escribir una novela negra”, me dijo hace seis años, instalado detrás de su escritorio, Rubén Varona. En aquel entonces, mi amigo fungía como director ejecutivo de uno de los principales Centros de Productividad e Innovación del suroccidente colombiano, y después de un año y medio de gestión, ya cosechaba sus primeros resultados exitosos. Alrededor nuestro, había decenas de cubículos con ingenieros industriales, administradores de empresas y contadores que elaboraban y ejecutaban proyectos a la velocidad de la luz. Allí se hablaba de formatos de contabilidad oficiales, de tablas de Excel, de revisorías fiscales, de auditorías y financiamiento con ayudas nacionales e internacionales.

En ese tiempo, Rubén Varona estaba recién egresado de la Universidad del Cauca: había estudiado administración de empresas y cada vez, albergaba más dudas sobre si su verdadera vocación estaba en los números o en las letras. Un día, mientras tomábamos un café, me dijo: “Inconscientemente esto de la administración se me esconde cada vez que puede. Mira que fui a la biblioteca por un libro de Gerencia Empresarial y no sé cómo, terminé pidiendo las obras completas de Jorge Luis Borges. Ahora estoy releyendo El Aleph”. Los libros del autor argentino estaban encima de la mesa, como invitados entrometidos que habían aparecido a última hora.

“¿De qué se trata la novela?”, le pregunté. Su teléfono celular vibraba ruidosamente sobre el escritorio y se movía como un bicho electrónico hacia una maraña de folios y papeles. “Ya tengo la historia en la cabeza. Se trata de una chica que engaña a su novio en su despedida de soltera. Sin querer, termina asesinando a su amante y luego, a uno de los cómplices que ella supone que podrían ayudarla. A partir de allí, habrá un efecto de bola de nieve, donde, como en un laberinto, la protagonista se encierra en las mentiras de su propia historia”. Desde un inicio me llamó la atención y le dije que me parecía un argumento interesante. En ese momento, entró una secretaria y puso sobre la mesa una carpeta con un convenio regional para que Rubén le estampara la firma. Cuando la joven salió Rubén me dijo: “Así no se puede escribir. Tengo que decidirme. Tiene que ser lo uno o lo otro: la administración o la literatura”

Pocos meses después, un día sábado, nos reunimos en la casa de un amigo y leímos durante todo el día los capítulos que componían la primera parte de la novela. Rubén la había bautizado como “Despedida de soltera” y había escrito aquellos fragmentos durante sus pocos ratos libres: en las noches o en las mañanas de domingo. Tenía redactadas cerca de cuarenta páginas inconclusas, que comentamos una a una. Un mes después, nuestro amigo nos convocó a un bar y nos dio una noticia definitiva que cambiaría el rumbo de su vida: había renunciado irrevocablemente a la Administración de Empresas y se iba a dedicar de tiempo completo a la literatura. Le preguntamos por el Centro de Productividad: nos dijo que ya había entregado el cargo a la Junta Directiva. A partir de allí, lo vimos en los parques y en los cafés re-leyendo las obras de Borges, de Poe, y de Conan Doyle. Un gran amigo en común, el escritor Johann Rodríguez Bravo, lo animó para que “desempolvara” y publicara una novela que había escrito un año atrás. Rubén se animó a editarla con el sello Axis Mundi: Espérame desnuda entre los alacranes. Esa es otra novela, de la que quizá, algún día pueda contar, como hoy, su labor de construcción. Pero más allá de esta primera publicación, en la cabeza de Rubén, seguía rondando el fantasma de aquella chica bogotana que se le aparecía en sus sueños, matando a su amante en la víspera de su boda.

Poco tiempo después, Rubén Varona se despidió de Popayán, su tierra natal y comenzó un período trashumante, donde vivió una verdadera vida artística que cambió su visión de las artes y las letras: durante cerca de dos años, recorrió los caminos de Inglaterra, Suiza, Francia, Escocia, Italia y otros lugares europeos. Desde Colchester, vía correo electrónico, me envió una nueva versión de su novela. Ahora se titulaba “Una noche en el Monte Calvo”. La leí de inmediato: nuevamente estaban escritos solamente los capítulos de la primera parte, donde una vez más, había quedado suspendida. Pero, en esta nueva lectura encontré un elemento adicional que cambiaba el contexto de la obra: ahora había aparecido además de lo policiaco, lo macabro, la magia negra, las manos del demiurgo que corrompían y oscurecían todo lo que tocaban. El texto tenía cada vez más influencia de Lovecraft que de Conan Doyle. Sin embargo, la novela seguía inconclusa.

Varios meses después, Rubén regresó, de paso, a Popayán. Me invitó a Ecuador, más concretamente a Otavalo, donde residen los indígenas que llevan el mismo nombre. Estaba interesado en conocer la ceremonia y el ritual del Inti Raymi o Fiesta del Sol, una celebración espiritual milenaria, común a todos los pueblos autóctonos de Sur América que se realiza una vez al año en los Andes, durante el solsticio de invierno. En esta ocasión no pude acompañarlo, pero yo ya conocía este ritual, porque el año anterior había viajado con un grupo de amigos a apreciarlo.

A su regreso, Rubén Varona estaba bastante sobrecogido por la ceremonia que realizan los chamanes indígenas la noche anterior al solsticio, en la cascada de Peguche, un lugar exuberante, pleno de verdor, de montañas escarpadas y selváticas, en las afueras de Otavalo. Allí, los sacerdotes-hechiceros realizan una ceremonia de limpieza a través de un baño sagrado, donde se prepara espiritualmente a los nativos para las fiestas que se desarrollarán en la semana siguiente. En esos días -de acuerdo con una leyenda que narran los indígenas- se aparece el diablo dentro de la Cascada de Peguche, custodiado por dos perros negros, para llevar a los hombres a su perdición. “Ya encontré lo que le falta a la novela” me dijo Rubén emocionado, mientras bebía un trago de ron: “Ahora encajan todas las piezas” Antes de que se embriagara, me aseguró que el terror de su obra iba a brotar de aquella cascada inmensa de la que todavía escuchaba sus ecos en la cabeza. Esa noche metafísica, rodeado de indígenas que gritaban sus ritos en idioma quechua, en medio de un paraje selvático, eran definitivos para la construcción de su novela.

Un par de días después, Rubén tomó sus maletas y se fue a vivir a Estados Unidos. Iba a cursar una Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas. Cuando nos comunicábamos, le preguntaba por su novela. Siempre me decía que necesitaba tiempo –lo que requieren todos los artistas- para terminarla. Hasta que al fin tuvo que enfrentarse a sus demonios: cuando tuvo que elegir el tema de su tesis de maestría, Rubén no lo dudó: iba a escribir de una vez por todas la historia de aquella mujer que se le aparecía como un fantasma desde sus épocas de Administrador.

Una navidad me llamó y me dijo: Por fin terminé la novela. Y ese día lo recordé años atrás, sentado en su escritorio, avisándome que iba a escribir una novela negra, mientras dudaba si seguía su vida de administrador, o si, por el contrario, se lanzaba a vagar por el mundo sin que importara el mañana, para dejarse poseer de ese espíritu dionisiaco propio de los poetas y los artistas. Finalmente lo hizo y después de varios años -y a cinco mil kilómetros de distancia- tenía la novela entre sus manos.

La leí de un tirón y quedé fascinado. La historia había sido reescrita y replanteada desde nuevos ángulos que incluían el horror, el sadismo y la temporalidad. Ya casi nada quedaba de aquel borrador que leímos años atrás titulado “Despedida de soltera”. Los personajes habían cambiado, transformándose en seres perversos y por ello, más humanos. También la geografía de la historia se había transmutado: ahora aparecía una Bogotá clasista, fría y gris y una Popayán representada como como una fiesta interminable de disfraces que escondía crímenes atroces. En esta nueva versión, las ciudades no eran sitios de referencia, sino lugares y estados del alma. Ni que hablar de la noche de Otavalo, en la cascada de Peguche. Esta escena de hechicería indígena había tomado unas proporciones colosales: gracias a ese ritual precolombino, nuestra joven bogotana podía viajar en el tiempo.

Esta novela ha sido editada recientemente por La Pereza Ediciones en los Estados Unidos y su distribución vía internet (Amazon.com) está disponible en todo el mundo. Su lanzamiento oficial se realizó en días pasados en el prestigioso centro académico Texas Tech University, en la ciudad de Lubbock, al norte de Texas, donde el autor cursa un Doctorado en Literatura. Desde Popayán envío un abrazo al escritor Rubén Varona, un amigo a quien respeto y aprecio, y a quien no dudo en identificar como el verdadero y único “Sastre de las sombras”.